miércoles, 7 de enero de 2009

Estaba pensando...

Estaba pensando…

…en la cantidad de vocaciones que hay. Sin ir más lejos, el hecho cotidiano de que miles de personas se alisten diariamente en los ejércitos de todo el mundo no deja de sorprenderme. Pensar en entrenar y prepararme todos los días para algo que se desea con todo corazón que no ocurra me parece algo así como llenar y vaciar continuamente un cubo de arena.

No hay que rebuscar mucho para encontrar ejemplos de vocaciones impactantes. El mismo trabajo que tenemos la mayoría de la gente no deja de ser digno de análisis. Pensar que cuando llegue la edad de retirarse lo máximo que podremos decir de nuestras vidas es que ganamos y gastamos dinero me entristece profundamente. Es cierto que algunos querrán justificarse diciéndose que financiaron colegios y hospitales, que dieron empleo a cien personas, que levantaron el país, pero en el fondo esto no es más que una consecuencia inintencionada de los avatares de la carrera laboral.

Aparte del oficinista, cuya idiosincrasia ya ha sido asimilada por todos, y por tanto olvidada, hay muchos otros trabajos en los que merece la pena detenerse un momento. En Estambul hay dos que me llamaron la atención. Uno es el “peso”. Un señor, mutilado la mayoría de las veces, ciego o feo de los que rompen espejos, que se sienta junto a una báscula y recibe la caridad de la gente que se pesa en él. El otro requiere de menos características. Basta con tener una panza considerable y mucha capacidad de aburrimiento. Su labor consiste básicamente en sentarse en la puerta de los comercios esperando a que llegue algún cliente. Y como esto raramente ocurre, es difícil extirpar su figura de la de las sillas.

En Nueva Dehli pude presenciar dos empleos bastante curiosos en una visita a una librería vacía. El proceso fue como sigue. Al preguntar al hombre del mostrador por un libro éste dio un grito a alguien sentado en una esquina quien a su vez gritó algo a otro que estaba cerca de una estantería. Éste último hizo un gesto con la cabeza con el que quiso señalar un volumen. A continuación los dos cualificados profesionales hicieron su aparición. El primero elevó el brazo y señaló a la quinta estantería, tras lo cual el segundó le empujó el brazo hasta que el dedo indicó el lugar exacto al que había mirado su jefe. En total fueron siete personas las que nos atendieron ya que el que nos cobró fue alguien diferente a quien nos dirigimos en un primer momento. Sea como fuere, esto no es nada raro en un país donde el sistema de castas impide que el mismo que lava un retrete lave también unos platos. Lo que me lleva a preguntar si con las lumis pasará lo mismo. Si al terminar una de desvestirte, saldrá y vendrá otra a limpiarte los bajos y después de ésta otra para ofrecer su puerta de jade. Y quizás una distinta también, para cada una de las posturas sexuales que ellos mismo inventaron. ¡Qué sé yo!

En la reserva natural de Kinabalu, donde se encuentra el monte más alto de las isla de Borneo, los hombres más ricos de la aldea son los porteadores. Un hombre de unos cincuenta años y sesenta kilos te puede subir 3500 metros con 24 kilos a cuestas y fumarse un piti en cada parada sin que se le asome una gota de sudor a la frente. No es extraño, por tanto, que haya un mastodonte con piernas como patas de elefante que suba y baje todos los días dos veces con cincuenta kilos a cuestas arrumbados en una mochila de madera. Cada vez que nos adelantaba en el camino me imaginaba en la taberna local preguntándole despreocupadamente por su ocupación. “¿A qué te dedicas?” “Subo y bajo la montaña.””Ah...” diría yo entonces, tratando de disimular mi asombro. “Interesante”.

Portero y ladrón, funambulista y carterista, chapero y utillero, marinero y mamporrero, profesor de autoescuela y misionero en el Congo, astronauta y jockey, son todas profesiones cuya vocación me fascina por serme incomprensible. Ahora bien, no dudo de que será la misma emoción que les suscitará a ellos mi trabajo de oficinista.